2024, junio 8
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¡Qué milagro, Don José!
La Real Academia Española (RAE) pelea por hacer cumplir el lema que la vio nacer, pero lo consigue solo a duras penas.
A la mayoría de la gente, que no entiende su “Limpia, fija y da esplendor”, tampoco parece que le importe mucho no entenderlo (si es que lo han escuchado o leído alguna vez…). En realidad, 311 años después de su fundación resulta algo críptico y que, probablemente, se interpreta ahora como una referencia a los dorados que pueda tener en su fachada o en las escalinatas y puertas del interior. O, lo que es peor, como el anuncio de un limpiacristales.
Pero como la ignorancia de la Ley no exime de su cumplimiento (el cometer tres faltas de ortografía era, hace no tanto tiempo, motivo de suspenso en una asignatura) hay que plegarse a los cambios de criterio y a las innovaciones cuando a la RAE le da por ahí. En la práctica, la RAE es como un dictador benévolo o un político avispado que hace encuestas continuamente para captar el humor de sus súbditos/ciudadanos, adoptando como válidas las palabras y las manías verbales que se convierten en moda. Muchas de ellas se transforman así en la segunda, tercera o enésima acepción de una palabra ya existente.
Hace setenta años, apenas nadie sabía en España lo que era el surrealismo, pero eso no empece para que, en la actualidad, no haya nadie que no haya dicho en algún momento en que algo le sorprende: ¡esto es surrealista!”, y no porque esté contemplando una pintura de Salvador Dalí o de René Magritte, sino porque algo le parezca simplemente “irracional o absurdo”.
De la misma manera que ya no hay que ser matemático, filósofo o latinista para andar diciendo a troche y moche “a priori” y “a posteriori”, quedándose tan pancho, como si del mismo Immanuel Kant hablando de la “crítica de la razón pura” se tratara.
Aunque seguro que en cualquier época se han visto fenómenos parecidos. En un pueblo de Castilla la Mancha (entonces Castilla la Nueva) se sorprendían los forasteros algo cultivados en los años 1960s viendo que a un vecino un poco corcovado lo apodaban Quasimodo, sin que nadie en el pueblo hubiera oído hablar ni de Víctor Hugo, ni de la gitana Esmeralda o el archidiácono Frollo, ni casi, casi, de Nuestra Señora de París.
Otro tanto sucede con la costumbre de decir, cuando a alguien le gusta hablar o contar cochinadas, “¡no te pongas escatológico!”, ignorando que la primera acepción de “escatológico” se refiere a todo lo que tiene que ver con nuestras postrimerías de ultratumba.
Pero es que, ¿quién recuerda ahora, o ha sabido en algún momento, cuáles son nuestras postrimerías de ultratumba? Casi nadie, pero eso da la excusa para recordarlas aquí: “muerte, juicio, infierno y gloria”.
De modo que quien menta lo “escatológico” está, como el burgués gentilhombre, hablando en prosa sin saberlo. Es decir, filosofando sobre el más allá sin ni siquiera haberse dado cuenta…
Lo escatológico, en la acepción que no nos hace pensar en el día del juicio, y menos en la posibilidad de ir de patas al infierno, siempre ha tenido cabida en la literatura de humor, aunque casi haya desaparecido, gracias al progreso económico, de la vida cotidiana de Occidente.
Antes, cuando los recursos económicos de las familias y de los lugares de ocio no daban para tener un cuarto de baño, no era raro ver en el exterior de una sala de baile un cartel que decía: “Prohibido hacer aguas menores, bajo multa de 5 pesetas”. Aún así siempre había quien no entendía lo de “aguas menores” por lo que había que explicarlo con palabras llanas: en su Celtibera Show, Luis Carandell incluyó en una ocasión una foto de un cartel que rezaba de esta manera: “Prohibido orinar en el ascensor. Puede dar calambre”.
La necesidad de este tipo de prohibiciones se remonta a la misma Roma. Ya el emperador Vespasiano, uno de los más razonables y simpáticos de sus gobernantes, a la vez que gran conocedor de la naturaleza humana, implantó allí la obligación de entrar en los lavabos públicos para hacer aguas mayores y menores. Como buen gestor que era sabía que “nada es gratis” y que los lavabos había que sostenerlos presupuestariamente, así es que obligó a pagar por ello. Desde entonces hasta hoy a los lavabos o letrinas públicas en Roma se les ha llamado “vespasianas” y el humor romano les atribuye la cualidad de que siempre pagas por ellas: o bien la tarifa por usarlas o bien la multa por no hacerlo.
En España hemos mejorado mucho desde los tiempos de Vespasiano, aunque aún se puede ver en Madrid de tarde en tarde a algún taxista que utiliza como vespasiana en que ocultarse la puerta de su vehículo.
El gran salto reciente se ha dado en los lavabos de los establecimientos de ocio, principalmente bares y restaurantes.
No ha pasado tanto tiempo desde que en un conocido restaurante de Aranjuez el W.C. (los lavabos) estaba ubicados justo encima del río, de manera que por el agujero de la taza podía contemplase el fluir de las aguas, sin que a nadie le preocupara mucho la caída directa de los excrementos sobre el Tajo. Eran los tiempos en que aún se creía en que el proceso de autodepuración de las aguas podía con cualquier cosa.
Ese proceso, muy bien explicado (pinchar aquí) es en parte real y en parte mítico. Lo que no quita para que le provoque sudores fríos a mucho ecologista con solo oír su mención.
La verdad es que es maravilloso saber que hay “bacterias aerobias, que consumen materia orgánica con ayuda del oxígeno disuelto en el agua. Además, hay que añadir las plantas acuáticas, que asimilan algunos componentes en forma de nutrientes, así como mediante otros procesos fotoquímicos”.
Supongo que quien esto lea ya no podrá contemplar el Tajo de la misma manera. Y mucho menos si ha sido lector asiduo de Garcilaso de la Vega, con sus ninfas saliendo del río de mismo nombre:
“Con tanta mansedumbre el cristalino
Tajo en aquella parte caminaba
…
Peinando sus cabellos de oro fino,
una ninfa del agua en que moraba
la cabeza sacó, y el prado ameno
vio de flores y de sombra lleno”
De ese Tajo cristalino emergían un grupo de ninfas llevando “cestillos blancos de purpúreas rosas”.
Como para ponerse a leer a Garcilaso después de haber pasado por la experiencia de lo dicho del restaurante de Aranjuez…
Las ninfas, en realidad, estaban tristes, llorando la muerte prematura de una de ellas:
“antes de tiempo y casi en flor cortada;
cerca del agua, en un lugar florido,
estaba entre las hierbas degollada
cual queda el blanco cisne cuando pierde
la dulce vida entre la hierba verde”.
Quédense con esto: “cual queda el blanco cisne cuando pierde/la dulce vida entre la hierba verde”…
Pero, volviendo a la realidad mostrenca, hay que alabar lo dicho: en España los lavabos públicos han mejorado mucho. Solo de tarde en tarde (en esta misma semana sin ir más lejos) se topa uno con olores de letrina antigua donde no falta una cisterna de las de “tirar de la cadena”, lo que hace recordar los mínimos versos del poeta Garciasol, dedicados en este epigrama a lo que eran los “servicios” de hace cincuenta años en el Café Gijón y a Don José, su dueño:
¡Milagros de Don José;
huele a café en el retrete
y a retrete en el café”
Es usted tan ameno como ese prado de Garcilaso. Gracias.