2024, abril 27
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Onesíforo y yo
Cuando he contado en otras ocasiones que tuve un amigo de nombre Onesíforo nadie se lo ha creído, de modo que comprendo cualquier brote de incredulidad.
Pero Onesíforo fue real, tan real como el amigo de Saulo (el apóstol de las gentes; es decir, San Pablo) a quien sirvió con dedicación antes de que los romanos decidieran echarlo a los leones, asarlo a la parrilla o, lo que parece más probable, azotarlo y, después, arrastrarlo atado a unos caballos desbocados.
Más que amigos, amigos… lo que fuimos en realidad fue compañeros de colegio menor, pero, quien conociera entonces a Onesíforo, ya no se olvidaría de él. Y no porque, como recordaba San Pablo de “su” Onesíforo, fuera siempre servicial y solícito, sino porque, con ese nombre y alguna de las hazañas que era capaz de protagonizar, era difícil que cayera en el olvido.
Al Onesíforo original (San Onesíforo) se lo toma como base para sustentar la tradición cristiana de orar por los difuntos.
Parece ser que acompañó a San Pablo en su viaje a España y que, a su vuelta a Roma, padeció martirio.
Seguramente él no tenía la protección, como Pablo, de ser ciudadano romano, aunque muy poco se sabe de su vida. Escasamente, que era natural de Galípoli, junto al estrecho de los Dardanelos, donde tendría lugar veinte siglos más tarde una famosa batalla, consagrada en película que hizo famoso a Mel Gibson y que cuenta también cómo el fracaso sideral poco conocido de Winston Churchill (pinchar aquí).
San Pablo dice de él, en epístola a Timoteo: “concédale el Señor encontrar misericordia ante el Señor aquel Día”, lo que suena más o menos como nuestro “Dale, Señor, el descanso eterno y brille sobre él la Luz perpetua” (en latín “Requiem aeternam dona eis Domine. Et lux perpetua luceat eis”).
El Onesíforo que yo conocí era vital y simpático y, con sus proezas, siempre estaba rodeado de admiradores que babeaban ante cualquiera de sus exhibiciones casi mágicas, entre las que destacaba la capacidad de comerse una galleta María introduciéndola verticalmente en su boca. Y lo hacía sin despeinarse, sin el más mínimo esfuerzo.
Habrá quien piense atolondradamente que eso no es ninguna proeza. Yo le recomiendo que lo intente y, si consigue pasar la prueba, que me escriba y fundamos el club de seguidores de Onesíforo u onesiforianos, que no le iría a la zaga a esos “cantorianos” que aparecen en la maravillosa película “Vaya con Dios” (pinchar aquí) donde una orden monástica hace voto de silencio y solo pueden ejercitar la voz cantando las alabanzas.
No vaya a pensarse que el Onesíforo que yo conocí tenía fauces de cocodrilo para poder ingerir de esa guisa una galleta María. Todo lo contrario, era un chico rubio y bien parecido, con algo de porte romano, como corresponde a otros naturales de la provincia de León donde, como es sabido, los legionarios de Roma que patearon las Médulas (pinchar aquí) y aledaños hicieron, sicalípticamente hablando, de las suyas.
La mejor exhibición de todas la hizo como triple salto mortal y estando preavisados para el desafío a la autoridad competente todos los que nos sentábamos cercanos a él en el comedor, donde el Padre Baz leía en voz alta, con más entusiasmo del que teníamos sus oyentes, “Una Chabola en Bilbao” (pinchar aquí), el best seller del Padre Jose Luis Martín Vigil.
La exhibición gamberriforme de Onesíforo quedó empañada por dos circunstancias que se concitaron en su contra. La primera fue mi reclamación impertinente de que se nos leyera a la hora de comer algo más interesante que esas andanzas chabolísticas de dos jóvenes que competían por ser más médicos de cuerpos o de almas. Al caos se sumó la irrupción del Padre Prieto, demudado, anunciándonos: “¡Ha estallado la guerra!”.
Todo se volvió un revuelo en el que corrimos a alcanzar el refugio nuclear más próximo e inexistente.
Tampoco lo necesitábamos. La guerra que acababa de estallar era la “Guerra de los Seis Días” (pinchar aquí) y nos quedaba un poco lejos. Era el mes de junio de 1967 y estábamos todos pensando en cómo sortear los exámenes y llegar ilesos a las vacaciones. Faltaba justo un año para que, simultáneamente, un palestino de origen jordano asesinara a Bob Kennedy en Los Ángeles y una feminista enfebrecida semi-enviara al otro mundo a Andy Warhol en Nueva York. A ambos les dieron bala.
Pocos días después Onesíforo hizo su última exhibición y nos despedimos sin pensar que no volveríamos a vernos.
El Colegio Menor de los jesuitas de estos sucedidos es ahora un hotel en el que no queda ni rastro del jardín que cuidaba con esmero el Hermano Merchán.
De que Onesiforo era un ser excepcional no queda la menor duda. Entre otras razones porque, según el Instituto Nacional de Estadística, en España a fecha de hoy, o no hay ningún Onesíforo o, si lo hay, es en número menor de veinte. Ni que decir de las Onesífóras...
Quizás el Onesíforo del relato fuera el único que había en España. Como únicas eran sus hazañas. Quizás haya sido el único español capaz de comer una galleta María verticalmente. ¡Gloria a su proeza, digna de ser recordada!
Muchas gracias por el soplo de aire fresco semanal. Eres único mezclando sabiduría y humor. Por cierto, vivo cerca de ese hotel zamorano.
Como siempre, curioso y divertido. Más de uno va a hacer la prueba de la galleta María después de leerte. Gracias