2023, septiembre 8
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Como en el fin de semana tendré “otros gatos que azotar” (expresión francesa: “J’ai d’autres chats a fouetter) adelanto un día el suplemento del fin de semana…
Del portillo de la traición al portillo de la lealtad
Hay dos veces al año en que se escuchan de manera repetida las acusaciones de traición: en Semana Santa y en la Diada catalana. El lunes oiremos esas acusaciones disparadas entre los bandos que a ella concurren. También se escucharán en el Congreso de los Diputados en la sesión o sesiones de investidura de presidente de gobierno.
Las acusaciones de la Semana Santa son fáciles de imaginar: el archi-villano y traidor por excelencia es, en la civilización cristiana, Judas Iscariote. Hasta tal punto, que una amiga a la que no le gusta estampar un par de besos a todo el que le presentan, y harta de tener que recibir un beso de gente que no le cae bien, suele decir para sus adentros (y, a veces se le escapa) “¡vaya!, el beso de Judas”. En castellano o español las palabras traidor, judas e iscariote son sinónimas.
El lunes próximo se escuchará mucho también otro insulto: “botifler”. Cuando no se estilaba tanto el oírlo, yo, pánfilamente, pensaba que era un piropo guasón: creía que un botifler sería un objeto ornamental compuesto de un botijo adornado con una flor. Sería como llamar gordo y bajito a alguien pero endulzando la guasa con una flor.
La historia de los traidores es obsesiva en todas las civilizaciones. En Zamora tenemos la “suerte” de tener a un gran traidor (Bellido Dolfos) y a un gran traicionado (Viriato). A este último todo el mundo sabe que lo vendieron a los romanos tres de sus generales. Tras asesinarlo, a los romanos no les pareció nada bien pagarles lo prometido por lo que habían hecho, y a mí siempre me ha quedado la duda de si el “Roma no paga traidores” fue motivado por la cicatería romana, por el desprecio, tan extendido, hacia los que son capaces de cometer una traición, o por ambas cosas a la vez.
La otra gran traición que ha pasado desde Zamora a la historia de España es la de Bellido Dolfos, tras engañar éste al rey Sancho II de Castilla con la promesa de enseñarle cómo acceder a Zamora capital (a la que el rey estaba cercando con sus huestes) por un portillo secreto, llamado desde entonces, y aquí se ve su foto, “portillo de la traición” al que que, muy recientemente, la ñoñería reinante ha pasado a llamar “portillo de la lealtad”.
El caso es que la traición de Bellido Dolfos ha sido una de las más hediondas de entre las que son muy conocidas. Hedionda no solo por el reproche moral que se le ha hecho siempre (de ahí que muchos zamoranos de alta alcurnia murieran en el campo del honor defendiendo que Zamora no había sido la instigadora de ese crimen de lesa majestad) sino porque al pobre rey Sancho II lo mataron en postura poco decorosa, aprovechando la circunstancia de que estaba agachado “haciendo lo que nadie podía hacer por él”, para lo que, por si la postura lo dejara poco indefenso, él se había desprotegido aún más quitándose el talabarte (el cinto del que colgaba su espada). Se comprende que con las grandes dimensiones de una espada colgando a un lado la postura por la que se desvivía el monarca se volvía entre incómoda e imposible. ¡Hace falta tener mala entraña para acometer así a un hombre en trance de hacer sus necesidades!
Las acusaciones de traición son tan graves y hediondas en general que hay gente que no las tolera ni aunque vayan en beneficio propio o del bando por el que combate. Quizás es lo que les sucedió a los romanos con los malvados asesinos Audax, Ditalco y Minuro, aunque esos motivos éticos tan elevados parecen más bien repulgos fingidos: no hay como una buena excusa moral para evitar la obligación de un pago.
De entre todos los rechazos a las traiciones de la Historia de España (y quizás del universo mundo) el mejor, sin duda, es el del Conde de Benavente y que conocemos gracias al muy romántico Duque de Rivas. Es un relato que, además de mostrar un grado supremo de lealtad y sometimiento al rey, y emperador, Carlos I de España y V de Alemania, combina en su seno el repudio hacia quien “a su Rey combate/ y que a su patria vendió”.
En un bachillerato de los de antes (de los que mi maestro de la Escuela Nacional de Niños, Don Juan Antonio Alberto, decía “no hay nada como un bachillerato bien hecho”) la gesta del Conde de Benavente era de rigor el medio aprendérselo, al menos en sus momentos de mayor tensión dramática: “Esas puertas se defienden/ que no ha de entrar, ¡vive Dios!, por ellas, quien no estuviere/más limpio que lo está el sol / No profane mi palacio/ un fementido traidor/ que contra su rey combate/ y que a su patria vendió”.
El traidor era nada más y nada menos que el Duque de Borbón, en un tiempo en que los Borbón no podían ni imaginar que iban a terminar siendo reyes de Francia y de España. El Duque de Borbón traicionó a su Señor en favor de Carlos V en la batalla de Pavía, y éste quiso que se hospedara en el palacio del Conde de Benavente, que rechazaba, con muy buen tino, el dar alojamiento a un traidor, aunque fuera traidor en favor de España. Y ya saben (o se imaginan) cómo terminó la historia: el Conde de Benavente accedió a hospedar al francés por la insistencia de Carlos V y, al finalizar la estancia del Duque traidor, puso fuego a su palacio.
Estos son los primeros compases de la historia. Disfrútenla. ¡Qué digo! ¡Recítenla…!
Un castellano leal
“Hola, hidalgos y escuderos
de mi alcurnia y mi blasón,
mirad, como bien nacidos,
de mi sangre y casa en pro.
Esas puertas se defiendan,
que no ha de entrar, ¡vive Dios!,
por ellas, quien no estuviere
más limpio que lo está el sol.
No profane mi palacio
un fementido traidor,
que contra su rey combate
y que a su patria vendió.
Pues si él es de reyes primo,
primo de reyes soy yo;
y conde de Benavente,
si él es duque de Borbón.
Llevándole de ventaja,
que nunca jamás manchó
la traición mi noble sangre,
y haber nacido español
Así atronaba la calle
una ya cascada voz,
que de un palacio salía
cuya puerta se cerró;
y a la que estaba a caballo
sobre un negro pisador,
siendo en su escudo las lises
más bien que timbre, baldón;
y de pajes y escuderos
llevando un tropel en pos,
cubierto de ricas galas,
el gran duque de Borbón,
el que, lidiando en Pavía,
más que valiente, feroz,
gozóse en ver prisionero
a su natural señor;
y que a Toledo ha venido,
ufano de su traición,
para recibir mercedes,
y ver al emperador”.
Quien quiera leer el poema entero, puede hacerlo aquí:
Muchas gracias por tu excelente -en todos los aspectos- relato. Desde Zamora.